sábado, 23 de mayo de 2009

Dos imágenes de Borges

Gregorio Cervantes Mejía

Primera


Borges con la espalda rígida, apoyado en la pared y en un bastón, tratando de emular la postura de una antigua deidad gálica tallada en madera, “una cosa rota y sagrada que nuestra ociosa imaginación puede enriquecer irresponsablemente.”

Uno al lado de la otra, en planos distintos.

La diosa, sobre su pedestal, se levanta por encima de Borges hasta casi doblarle la estatura. Las manos en el vientre y la pierna izquierda ligeramente flexionada.

El desgaste de la madera apenas deja entrever algún detalle del rostro: la nariz y los labios ya desdibujados. Aún así, se muestra serena y apacible.

Borges con un grueso abrigo. La cabeza echada hacia atrás, siguiendo la inclinación del bastón que parece apoyar sobre el suelo. La fotografía no muestra sus pies.

La serenidad de sus facciones contrasta con la incómoda postura de la cabeza, separada apenas unos centímetros del muro.

Borges, el hombre, al lado de la divinidad. Imagen y semejanza.

Pienso en ese dios de “El milagro secreto”, que le concede a Jaromir Hladík el año que necesita para concluir su drama Los enemigos, dos minutos que, por gracia divina, se extienden 365 días a fin de que el dramaturgo pueda concluir su obra justo antes de que muera fusilado por los alemanes.

Pienso en esas otras divinidades esparcidas a lo largo de la narrativa borgeana. En el dios que acude en auxilio del rey árabe encerrado en un laberinto babilónico en “Los dos reyes y los dos laberintos”:

[…] vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él, en Arabia, tenía un laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día.


¿Estará Borges construyendo estas ficciones al amparo de la desconocida diosa gálica?

Segunda

Una mano, con las marcas del tiempo en el dorso, se posa sobre una columna de piedra con caracteres japoneses tallados.

Más que apoyarse, la mano —a juzgar por el gesto— descifra, intenta suplir a la vista, y extraer alguna lectura de esa lengua desconocida. Doble ceguera: la de los ojos ya inútiles y la ignorancia de un idioma.

Borges, el hombre, palpa el mundo encerrado entre esas muescas en la piedra cuyo significado sólo conocen quienes comparten el código.

De nuevo el recuerdo de sus historias. La frase que desencadena la historia de “La muerte y la brújula”: “La primera letra del Nombre ha sido articulada.”

¿Está acaso Borges ante el nombre secreto de la divinidad? ¿O ante esa escritura divina buscada por el mago Tzinacán, en “La escritura del Dios”?

A semejanza de su personaje, quien busca la escritura divina en la piel del jaguar, Borges —la mano de Borges— parece buscarla en los caracteres japoneses tallados en la piedra:

Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas transversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.


O tal vez, y eso parece indicar el texto que acompaña a la fotografía, la escritura palpada/leída por Borges sea sólo obra humana, ese haikú que decidió la salvación humana:

Se quedaron pensando. Otra divinidad dijo sin apuro:
Es verdad. Han imaginado esa cosa atroz, pero también hay ésta, que cabe en el espacio que abarcan sus diecisiete sílabas.
Las entonó. Estaban en un idioma desconocido y no pude entenderlas.
La divinidad mayor sentenció:
Que los hombres perduren.
Así, por obra de un haiku, la especie humana se salvó.


Nota: Las imágenes comentadas corresponden, respectivamente, a la primera y la última de las fotografías incluidas en Jorge Luis Borges, Atlas, Lumen, 1999, de donde fueron tomadas.

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