sábado, 14 de marzo de 2009

Sobre la persistencia de las gotas

Foto: Andrea Feldman Teich


Observo la serie de fotografías de gotas atrapadas en la vegetación, de Andrea Feldman Teich, y recuerdo el primer texto que leí de Julio Cortázar (a los ocho o nueve años de edad, y sin prestar atención a quién era el autor —esa manera de leer que, pienso ahora, quizás era más sana: interesarse sólo en el texto, no en quién lo firma—): “Aplastamiento de las gotas”.

Recuerdo la fuerza con que esos goterones de Cortázar cayeron en mi memoria, la suficiente para que treinta años sigan presentes con la misma intensidad con que “se aplastan como bofetadas uno detrás de otro”.


“Tristes gotas, redondas inocentes gotas”, cierra Cortázar. Gotas destinadas a fundirse en una masa líquida mayor, que existen como entidades individuales sólo un instante antes de su caída.

Si al mirar las fotografías de Andrea Feldman Teich vuelvo a recordar el “Aplastamiento de las gotas” es quizá porque las gotas captadas en esas fotografías parecen hacer alarde de su condición de sobrevivientes: aferradas con todas las uñas, con los dientes, han conseguido evitar la caída. Se mantienen a salvo en pequeñas horquillas de las ramas, en cavidades de hojas o entre los pétalos de las flores.

Y ahí se produce la transformación de las gotas: para evitar la caída se han visto obligadas a capturar dentro de sí una fracción del mundo: el árbol completo que las sostiene o el jardín que las rodea.

Así, todo el peso del mundo, condensado en un espacio minúsculo, le dio a la gota el anclaje suficiente para soportar la tormenta y esperar ahí, en ese refugio vegetal, al calor del sol que la devolverá a las alturas.

En recompensa, la gota sufre una transmutación: quizás el aleph entrevisto por Borges no haya sido otra cosa que una de las sobrevivientes a la tormenta, que consiguió, con su resistencia, atrapar dentro de sí la infinita variedad del mundo.

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